Que el P. Molina fuera asturiano no es casual. Su vida, su carácter, su trayectoria apostólica, estuvieron profundamente marcadas por la impronta con que Asturias ha forjado a su gente. Era serio, trabajador, tenaz, luchador. Un hombre de palabra. De una lealtad extraordinaria, incapaz de decir hoy sí y mañana no. Tenía la dignidad y la nobleza que tanto caracteriza el carácter asturiano. Hombre grande, de horizontes magníficos, como los horizontes que tantas veces admiró en esos años de la infancia y la adolescencia en los que se combinaban, de manera asombrosa, tierra, mar y cielo. El P. Molina debe mucho a Asturias y, ¿por qué no decirlo?, Asturias también debe mucho al P. Molina. Quien conoció al P. Molina, reconoce en él esa huella.
Aquel marco natural, la cultura y la historia de su tierra asturiana, forjarían el apóstol, el profeta, el sacerdote apasionado de Dios y del hombre que fue el P. Molina.
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