Se dedicó principalmente a la predicación por medio de los Ejercicios Espirituales. Hablaba con sencillez de las verdades eternas, las ocasiones de pecado, los medios para perseverar mediante la reforma de vida... Su doctrina era una unión admirable del teólogo y moralista con la experiencia del confesor y misionero. Obtenía gran fruto tanto por su sabiduría como por su santidad de vida. Su palabra convencía y su ejemplo arrastraba.
La clave de su eficacia apostólica fue su profunda vida interior. Eso lo irradiaba. El P. Molina supo armonizar la vida activa más agitada con la contemplación mística más intensa en medio de un siglo de vitalidad, de disipación y de avances tecnológicos. Dedicaba a la oración de cinco a seis horas diarias.
La Eucaristía era su centro. Celebraba la Santa Misa con reverencia y unción. Allí su identificación con la Victima del Gólgota era patente. Estaba profundamente compenetrado con Cristo. Hecho UNO con Cristo. Era otro Cristo.
Asimismo, fue un auténtico pastor de almas. A pesar de sus austeridades para consigo, era muy comprensivo con sus dirigidos. Comprendía sus flaquezas y los orientaba con delicadeza y firmeza, pues su objetivo era llevarlos a la más alta santidad, pero teniendo en cuenta siempre el carácter y el temperamento de cada uno. Por eso su interés por los test caracterológicos. No trataba a todos por igual. Sabía a quién podía exigir más y a quién menos. No rompía la caña cascada, ni hacía leña del árbol caído. A todos los quería como auténticos hijos y por cada uno de ellos hubiera dado la vida.
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